USO DE RAZÓN.  DICCIONARIO DE FALACIAS. © Ricardo García Damborenea

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Falacia ad CONSEQUENTIAM

 o de las Valoraciones irrelevantes

 
 

  Pretende refutar una tesis o un plan apelando a consecuencias irrelevantes para lo que se intenta demostrar. Viene a decir: esto es falso porque conlleva consecuencias desagradables. Veamos un ejemplo:

 

             Racionalidad y capacidad de análisis no pueden ser con­siderados atributos masculinos. Equivale a conceder a los hombres una ventaja injustificada en las demandas de empleo y en las promociones.

 

   ¿Qué es lo que se discute? Si la racionalidad es, o no, un atributo masculino. Sin duda no lo es, pero lo que afirma nuestro ejemplo es que no debe serlo, independientemente de que lo sea o no, porque acarrearía con­secuencias indeseables. Es una falacia que deforma la realidad insertando juicios de valor donde no hacen al caso. No es posible resolver si la proposición es verdadera o falsa alegando que no es... deseable.

 

             No me interesa si el Gobierno tiene razón. En ningún caso nos conviene reconocérsela..

             No procede tomar declaración al ex-presidente de gobierno porque representaría un estigma para su persona.

 

   No se ría: lo ha dicho un juez. A Galileo nadie le negó los hechos. Simplemente se consideró desastrosa la posibilidad de que pudiera estar en lo cierto. No tenía razón porque no convenía que la tuviera. En 1999 se protestó por la concesión de un Oscar honorífico al director de cine Elia Kazan. Los disconformes alegaron que hace cincuenta años colaboró en la caza de brujas contra los comunistas. No negaron los méritos cinematográficos de Kazán. Tampoco negaban que el Oscar sean un reconocimiento al mérito estrictamente cinematográfico. No importa. ¿Recuerda alguien que Lope de Vega denunció herejes a la Inquisición? Hace unos años se conmemoró el centenario de Clarín, autor de La Regenta. Surgieron protestas del mismo estilo cuya fuente prefiero silenciar:

 

          Se quiere celebrar a bombo y platillo el aniversario de un escritor cuyas cualidades literarias no vamos a discutir, pero sobre cuya posición doctrinal, en cuanto a nuestra Fe se refiere, tenemos serios reparos que oponer.

 

   El denominado Pensamiento Políticamente Correcto pretende expurgar de las bibliotecas públicas (y si fuera posible, de la historia) toda literatura racista o sexista, sea cual sea su calidad. Este es caso de Huckleberry Finn por ejemplo, y de casi toda la literatura desde los tiempos de Homero.

 

          — Quiero comprar un caballo que corra mucho.

          — Tengo uno que corre más que el viento. En quince minutos va usted de Madrid a Guadalajara.

          — Entonces no me interesa. No tengo nada que hacer en Guadalajara.

 

   La publicidad abusa sin fatiga de este sofisma. Al ser muy parecidos los productos de las distintas marcas, los comerciantes acentúan valores que no vienen al caso: las pasiones que despierta un perfume, o el prestigio que aporta calzar determinadas zapatillas deportivas... Lo mismo ocurre con los cantantes pop que dedican su concierto a la mujer afgana (o a la difunta princesa de Gales). Ahora les ha dado a los publicitarios por la ecología y la ayuda al Tercer Mundo: si uno compra determinado artículo recibe satisfacciones complementarias porque contribuye a la protección de la naturaleza, o porque una parte de lo que se pague irá destinado a los pobres. El mensaje acentúa ventajas que nada tienen que ver con el producto.

 

             Alababan a Filipo de hermoso, elocuente y buen bebedor; mas Demóstenes dijo que tales loas correspondían más que a un rey a una mujer, a un abogado y a una esponja.[1]

 

   Conviene recordar lo que señalamos al hablar de las valoraciones: ¿es relevante el principio que se alega para este caso? ¿Complementa otras razones o las sustituye? Cuando lo que está en juego es lo preferible, toda valoración adicional es perfectamente legítima: déme el más barato, el que regala puntos, el ecologista. Por el contrario, si lo que se discute es la calidad objetiva de un producto o la verdad de una afirmación, cualquier valoración complementaria está fuera de lugar.

 

             La cuestión no es saber si las medidas previstas por la ley [ante la peste] son graves, si no si son necesarias para impedir que muera la mitad de la población.[2]

 

 

 


[1] Montaigne. Ensayos, XXXIX: Consideraciones sobre Cicerón.

[2] Albert Camús: La Peste.