Grupo de falacias que desvían la atención del asunto que se discute hacia la persona del adversario o sus circunstancias. Cuando se trata, como es habitual, de sostener afirmaciones indemostrables
o decisiones basadas en conjeturas, cobra extraordinario valor persuasivo el
prestigio de la persona que da el consejo o hace la propuesta. En los casos
dudosos (es decir, en la mayoría), concedemos la razón con más facilidad a
aquellos en quienes confiamos, sean médicos, asesores fiscales, fabricantes de
quesitos en porciones, o políticos. Más del
80% de la persuasión nace de la
confianza que inspire el consejero. Un razonamiento que procede de gente sin
fama y el mismo, pero que viene de gente famosa, no tienen igual fuerza.[1] Ahí radica la fortaleza de un político, pero también su punto vulnerable.
La difamación es tan frecuente en la vida pública porque los políticos comprenden
instintivamente la necesidad de arruinar el crédito moral de sus adversarios.
En un dirigente sin prestigio los argumentos parecerán argucias, las emociones
farsa, y la sinceridad, hipocresía. De aquí procede un componente inevitable
de la acción política: la batalla por la imagen propia y el desprestigio de la
ajena que, a veces, convierte las locuciones públicas en simples variaciones de
un único mensaje sustancial: yo propongo lo más justo y mi oponente es un
felón. Hay dos argumentos falaces o pseudoargumentos que atacan directamente
al adversario: la Falacia ad hominem
y la Falacia del Muñeco de paja. Son
pseudoargumentos porque ninguno refuta las afirmaciones del contrincante.
El primero se limita a descalificarlo como persona y el segundo forja un
oponente imaginario fácil de tumbar. Son también, como se ve, ejemplos de la Elusión de la carga de la prueba. |
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[1] Eurípides: Hécuba.